En invierno, rasco la escarcha
del parabrisas con la baquelita
de las llaves, atravieso los pueblos
vacíos: parece como si alguien agrandara
una bola de nieve
mientras los demás cierran las ventanas.
La misma música
todas las noches,
el rincón iluminado al final de la barra,
la choza
donde está la mujer que mira,
los mudos jugadores de ajedrez,
la mesa de las cartas,
el corro que se va turnando
alrededor de la estufa de gas…
la resistencia a irse,
la resistencia natural a irse.
Apagan la luz un minuto,
la encienden
tres veces antes de cerrar.
En la plazuela,
el silencio y la fuente se abrazan en un hilo
que se escurre hasta el pilón
donde verdean algas, donde todavía
abrevan animales.
La sumisión de los árboles
Tomás Salvador González
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