(3)
Tarde de luz
y yo asomándome a mis ojos más antiguos.
Recuerdo la transparencia de los
veranos,
andar
solitario
sobre el regazo del río en busca del paraíso.
Y recuerdo
un corazón doblegado ante el sublime silencio
de una roca
donde me tumbaba a descansar.
En la ternura de la tarde
todo era verdadero, la desnuda piel
mojándose en los manantiales
de la tristeza sin nombre,
la respiración de la hierba dibujando
los colores de la tierra,
la rozadura de los helechos,
la redonda melodía de los pájaros
parpadeando
en las espaldas del paisaje.
En la soledad de una roca yo era un
niño sin saliva,
un niño sin ataduras,
atrapado solamente en el polvo
de una lengua
que tenía todo por decir.
De: Cien fuegos
(en preparación)
Daniel Noya
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