(2)
La primera vez que me enamoré fue de una
veraneante
pelirroja.
Yo la miraba con vértigo adolescente como
a una diosa inaccesible
desde mi poética ventana.
Los ojos de los enamorados son como
imanes y nuestros polos magnéticos
al fin se encontraron.
Mi joven corazón
era un crepúsculo asustado cuando sentía
cerca
sus cabellos de fuego.
En la claridad de mi interior guardaba
como un tesoro la eternidad
de mi primer secreto,
pero
los chicos del barrio comenzaron a gritar por las calles que éramos novios.
Yo conocía bien la crueldad y no quería que nadie mancillase mi primer amor.
Pero un día me agarraron, me sujetaron por la espalda los brazos
y me aprisionaron el cuello
para que
ella me besara.
La diosa de fuego se acercó hasta mí y me besó.
Fue mi primer beso.
Un triste beso robado.
Lloré.
Un triste beso robado.
Lloré.
Lloré al descubrir la piel rugosa de las cicatrices.
Lloré como un idiota toda la inocencia de mi primera infancia.
Y desde aquel verano todos los besos me
saben a lágrimas.
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