Ese
mismo año, Julio César llegó a Alejandría. Roma era ya una gran potencia que se
arrogaba el papel de policía mundial y mediadora en los conflictos ajenos.
Cleopatra comprendió que si quería volver a reinar necesitaba el apoyo de
César. Viajó a escondidas desde Siria, esquivando a los espías de su hermano,
que tenían orden de matarla si volvía a poner los pies en Egipto. Plutarco
cuenta con gracia el cómico episodio del encuentro entre la reina destituida y
César. En el anochecer de un cálido día de octubre del año 48 a. C., una
embarcación atracó silenciosa en el puerto de Alejandría. De ella bajó con
grandes precauciones un mercader de alfombras que cargaba un fardo alargado. Ya
en palacio, pidió ver a César para entregarle un regalo. Admitido en la
habitación del general romano, desenrolló el envoltorio. Del interior emergió –acalorada,
menuda y sudorosa- una chica de veintiún años que se estaba jugando la vida en
el epicentro del peligro por pura ambición de poder. Dice Plutarco que César
quedó “fascinado por el descaro de la joven”. Era un hombre de cincuenta y dos
años con cicatrices de mil batallas. No fue el deseo lo que llevó a Cleopatra
hacia él, sino el instinto de supervivencia.
De: El infinito en un junco
Irene
Vallejo
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