Un desierto
sin luz
fue mi infancia.
En el oasis de la
juventud
me dejé arrastrar
por la ceguera.
El aliento blanco
del horizonte
dibujó en mi
cuerpo
todas las
fotografías
del deseo.
Devoré todas las
melodías
de la nieve,
supe del secreto
de los cuerpos
y en la oscuridad
soñé
con lenguas
extrañas,
con islas
seductoras.
Descubrí que la
vida era una amarga
diáspora,
un viaje por un
túnel de desmemoria,
la misma ausencia
de tus ojos
rozando
la herida de las
sombras.
De: No todos los días alcanzan la belleza
Daniel Noya
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