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No se abren mis ojos
-susurró-.
Quiso encontrar su saliva, pero no hubo
piedad.
Su columna vertebral
sostenía a un fantasma.
Y para olvidarse de su presencia
esquivó las palabras,
pisó los charcos de la tristeza sin
rencor
y se aferró a una voz
que le recordaba a una calle vacía.
De: Cien fuegos
Daniel Noya
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