Ese libro no se toca
-te advertí-
como de una especie de
maldición bíblica.
Y, al poco rato,
así de atractivas son
las prohibiciones paternas,
suavemente te acercaste
con una sonrisa inocente,
digna descendiente de
Eva,
para ofrecerme el libro
prohibido.
¿Me lo lees?
–dijiste-.
Y aquí estamos padre e hija
confortablemente
sentados,
al calor de esta tarde
que así nos une,
juntos en el único
paraíso.
De: Luces de
gálibo
Daniel Noya
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