(29)
Padre,
el farero ha muerto.
Ha muerto, padre.
Y han arrojado sus huesos al mar para
que sirvan de alimento
a la voracidad de las sirenas.
Se sabía todos los timbres de las
gaviotas,
cuándo acababan las estaciones y si la
lluvia cambiaba de rumbo.
Leía sólo a los clásicos.
Se sabía de memoria la Odisea y estaba
convencido de que el poeta
era el
único hombre
que tenía
en sus ojos un faro de luz inmortal.
A veces,
cuando la
melancolía se posaba en sus hombros,
acababa
borracho de sueño y de soledad suplicando al mar
que fuese su sepulcro.
Cuántas noches,
padre,
visitamos el faro para que él nos
recitara el frío
de las paredes,
la soledad de los insectos, la piel de
la penumbra en los anocheceres
sin estrellas.
Allí, en el faro, cuidábamos su
silencio y viajábamos con él
unas noches a la mítica Rodas
para soñar cómo sería la estatua de
bronce de Helios,
otras noches a las orillas tranquilas del
Faro de Alejandría.
Tenía un enorme
espejo en lo alto para que se reflejara la luz del sol,
-nos decía-
y lo imaginábamos con los ojos cerrados.
Ningún
terremoto podía con nuestros sueños.
Padre,
el farero ha muerto,
han
arrojado sus tristes cenizas al mar para que se la beban los peces
y en el
faro ya se secan las plantas,
y en el
faro ya sólo queda un libro amarillento.
Padre,
era ya viejo y se quejaba de que el oficio
más hermoso
estuviese en peligro.
¿Qué luz nos queda, padre,
si tú me has dejado y el farero ha
muerto?
Sólo hojas secas,
Sólo hojas secas,
padre,
canciones de las que ya nadie recuerda
la letra,
sólo palabras sordas
y una lejana brisa para plantar
mi último árbol.
Nota: Léase el poema, entre otras lecturas, como un sueño que tuve en la infancia en el que viajaba con mi padre y aparecía entre la niebla un faro.
De: Cien fuegos
De: Cien fuegos
Daniel Noya
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