“La poesía pretende cumplir la tarea de que este mundo no sea sólo habitable para los imbéciles.”

(ALDO PELLEGRINI)

miércoles, 23 de octubre de 2019

El farero: Daniel Noya




(29)

Padre,
el farero ha muerto.
Ha muerto, padre.
Y han arrojado sus huesos al mar para que sirvan de alimento
a la voracidad de las sirenas.
Se sabía todos los timbres de las gaviotas,
cuándo acababan las estaciones y si la lluvia cambiaba de rumbo.
Leía sólo a los clásicos.
Se sabía de memoria la Odisea y estaba convencido de que el poeta
era el único hombre
que tenía en sus ojos un faro de luz inmortal.
A veces,
cuando la melancolía se posaba en sus hombros,
acababa borracho de sueño y de soledad suplicando al mar
que fuese su sepulcro. 
Cuántas noches,
padre,
visitamos el faro para que él nos recitara el frío
de las paredes,
la soledad de los insectos, la piel de la penumbra en los anocheceres
sin estrellas.
Allí, en el faro, cuidábamos su silencio y viajábamos con él
unas noches a la mítica Rodas
para soñar cómo sería la estatua de bronce de Helios,
otras noches a las orillas tranquilas del Faro de Alejandría.
Tenía un enorme espejo en lo alto para que se reflejara la luz del sol,
-nos decía-
 y lo imaginábamos con los ojos cerrados.
Ningún terremoto podía con nuestros sueños.
Padre,
el farero ha muerto,
han arrojado sus tristes cenizas al mar para que se la beban los peces
y en el faro ya se secan las plantas,
y en el faro ya sólo queda un libro amarillento.
Padre, 
era ya viejo y se quejaba de que el oficio más hermoso
estuviese en peligro.
¿Qué luz nos queda, padre,
si tú me has dejado y el farero ha muerto?
Sólo hojas secas,
padre,
canciones de las que ya nadie recuerda la letra,
sólo palabras sordas 
y una lejana brisa para plantar
mi último árbol.



Nota: Léase el poema, entre otras lecturas, como un sueño que tuve en la infancia en el que viajaba con mi padre y aparecía entre la niebla un faro.





De: Cien fuegos

Daniel Noya

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