Regálame diez minutos de
silencio,
un pequeño rincón que sea tuyo donde se ponga el sol.
Regálame
una inocencia que pueda nombrarte sin reproche,
dame un hueco para amarte que sea alimento
de la
soledad de la noche.
Regálame
un principio, una caricia virginal,
la hermosa propaganda de tu presencia.
Regálame
un tiempo presente donde seas tú mi único amor.
Regálame
tu nostalgia, una ciudad en calma, unas páginas blancas
donde pueda escribirte algo sobre mi fiebre,
donde tu piel sea el idioma
descalzo de mis ojos.
Regálame
un amor sin soliloquios, sin adjetivos,
el sabor de una boca sin preguntas,
un espejo de luz donde sólo se reflejen nuestros nombres.
Regálame
un final feliz,
una
armonía cercana, un reposo tranquilo,
el
anónimo silencio de los prados, regálame un paisaje de mediodía,
una
retina sin zarzas,
regálame
una geografía de aire
y tus
cabellos como ramas
y
regálame tu nuca sin ropaje.
Regálame
diez
minutos de silencio
para
escribirte el poema de una casa abierta,
donde
pueda crear el calendario de nuestro encuentro,
donde
haya un pequeño rincón para nuestra inocencia,
un
hueco para la caricia,
un final feliz donde pueda amarte sin reproche.
Algo sucede en su mirada
Daniel Noya
(Sobre el poema)
(Regálame
diez minutos de silencio fueron
las palabras – en forma de súplica- que pronunció una alumna a quien tuve que repetir un examen de
Filosofía mientras hacía ejercicios de Lógica con el resto de la clase. Tal vez el entusiasmo con el que
discutíamos unos ejercicios de formulación fuese lo que impedía su
concentración. El caso es que el azar – el primer verso que siempre te regalan
los dioses-me concedió una vez más el inicio de un poema)
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