“La poesía pretende cumplir la tarea de que este mundo no sea sólo habitable para los imbéciles.”

(ALDO PELLEGRINI)

martes, 24 de enero de 2017

Citas: Stefan Zweig



A veces llega algún curioso, algún forastero, para ver a Hölderlin, que es ya como algo legendario. Junto a la antigua torre del Concejo de Tubinga hay una pequeña casita; arriba, en un cuarto, hay una ventana enrejada que tiene amplia vista al campo; esta habitación es el pequeño remanso de Hölderlin. La honrada familia del carpintero guía al visitante allá arriba hasta llegar ante una puertecilla; tras ésta nada hay sino el triste enfermo que se pasea hablando incesantemente en elevado len­guaje. Fluye un río de palabras de su boca, palabras sin forma, sin sentido, como un murmullo de salmodia. Mu­chas veces Hölderlin se sienta al piano para tocar ho­ras enteras; pero no coordina; del instrumento sale sola­mente una armonización muerta, una repetición monó­tona, fanática, de una corta y pobre melodía (y al mismo tiempo se oye el ruido de sus uñas, enormemente crecidas, que golpean las teclas). Siempre hay, pues, un ritmo que envuelve al poeta prisionero. Así como el viento pasa por el arpa de Eolo cantando, en Hölderlin parece que la música de los elementos pase a través de su cerebro ya vacío.
El visitante, medio asustado, acaba golpeando la puerta; una voz apagada que da miedo contesta: « Adelante». Una figura encanijada, como un personaje de Hoffmann, se halla en medio de la pequeña habitación, su cuerpo frágil está ya encorvado por la edad; el cabello blanco y escaso le cae sobre la frente surcada de arrugas. Cincuenta años de sufrimiento, de soledad, no han podi­do destrozar totalmente aquella nobleza que era adorno de su adolescencia; una línea pura, que el tiempo ha acu­sado más fuertemente, marca su fina silueta; los rasgos delicados de su cara dibujan aún sus líneas ligeramente abovedadas y su barbilla prominente. A veces, los ner­vios marcan en su cara un rápido «tic», o una sacudida lo estremece hasta el fondo de sus huesos. Pero su mira­da tiene ahora una fijeza horrorosa; aquellos ojos, antes dulces y soñadores, están ahora apagados, sin expresión; su pupila parece la de un ciego.
Sin embargo, en alguna parte escondida de esa figu­ra decrépita, en esa sombra, arde aún un poco de vida; el pobre Scardanelli se encorva servilmente en exageradas y múltiples reverencias, como quien recibe a una alta e in­merecida visita. Brota un río de tratamientos: «Alteza», «Santidad», «Eminencia», «Majestad», y, con cortesía que oprime, conduce Hölderlin a su visitante al honroso sillón, que arrima respetuosamente. No se entabla una verdadera conversación, pues el pobre loco no puede fi­jar su pensamiento ni desarrollarlo lógicamente; cuanto más se esfuerza convulsivamente en ordenar sus ideas, tanto más se le enredan las palabras, formando un surti­do de balbuceos que ya no son lenguaje, sino sonidos ba­rrocos, fantásticos. Con gran dificultad comprende las preguntas que se le hacen, pero en su cerebro luce un momento de claridad cuando se le nombra a Schiller o a alguna otra figura desaparecida. Pero si un imprudente pronuncia el nombre de Hölderlin, entonces Scardanelli se encoleriza y pierde todo freno. Una conversación pro­longada impacienta al enfermo, porque el esfuerzo de pensar y concentrarse es demasiado grande para su cerebro cansado; y, cuando el visitante se marcha, se ve acompa­ñado hasta la puerta con toda clase de reverencias e in­clinaciones.

                                        La lucha contra el demonio

                                                                               Stefan Zweig



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