A
veces llega algún curioso, algún forastero, para ver a Hölderlin, que es ya
como algo legendario. Junto a la antigua torre del Concejo de Tubinga hay una
pequeña casita; arriba, en un cuarto, hay una ventana enrejada que tiene amplia
vista al campo; esta habitación es el pequeño remanso de Hölderlin. La honrada
familia del carpintero guía al visitante allá arriba hasta llegar ante una
puertecilla; tras ésta nada hay sino el triste enfermo que se pasea hablando
incesantemente en elevado lenguaje. Fluye un río de palabras de su boca,
palabras sin forma, sin sentido, como un murmullo de salmodia. Muchas veces
Hölderlin se sienta al piano para tocar horas enteras; pero no coordina; del
instrumento sale solamente una armonización muerta, una repetición monótona,
fanática, de una corta y pobre melodía (y al mismo tiempo se oye el ruido de
sus uñas, enormemente crecidas, que golpean las teclas). Siempre hay, pues, un
ritmo que envuelve al poeta prisionero. Así como el viento pasa por el arpa de
Eolo cantando, en Hölderlin parece que la música de los elementos pase a través
de su cerebro ya vacío.
El
visitante, medio asustado, acaba golpeando la puerta; una voz apagada que da
miedo contesta: « Adelante». Una figura encanijada, como un personaje de
Hoffmann, se halla en medio de la pequeña habitación, su cuerpo frágil está ya
encorvado por la edad; el cabello blanco y escaso le cae sobre la frente
surcada de arrugas. Cincuenta años de sufrimiento, de soledad, no han podido
destrozar totalmente aquella nobleza que era adorno de su adolescencia; una
línea pura, que el tiempo ha acusado más fuertemente, marca su fina silueta;
los rasgos delicados de su cara dibujan aún sus líneas ligeramente abovedadas y
su barbilla prominente. A veces, los nervios marcan en su cara un rápido
«tic», o una sacudida lo estremece hasta el fondo de sus huesos. Pero su mirada
tiene ahora una fijeza horrorosa; aquellos ojos, antes dulces y soñadores,
están ahora apagados, sin expresión; su pupila parece la de un ciego.
Sin
embargo, en alguna parte escondida de esa figura decrépita, en esa sombra,
arde aún un poco de vida; el pobre Scardanelli se encorva servilmente en
exageradas y múltiples reverencias, como quien recibe a una alta e inmerecida
visita. Brota un río de tratamientos: «Alteza», «Santidad», «Eminencia»,
«Majestad», y, con cortesía que oprime, conduce Hölderlin a su visitante al
honroso sillón, que arrima respetuosamente. No se entabla una verdadera
conversación, pues el pobre loco no puede fijar su pensamiento ni desarrollarlo
lógicamente; cuanto más se esfuerza convulsivamente en ordenar sus ideas, tanto
más se le enredan las palabras, formando un surtido de balbuceos que ya no son
lenguaje, sino sonidos barrocos, fantásticos. Con gran dificultad comprende
las preguntas que se le hacen, pero en su cerebro luce un momento de claridad
cuando se le nombra a Schiller o a alguna otra figura desaparecida. Pero si un
imprudente pronuncia el nombre de Hölderlin, entonces Scardanelli se encoleriza
y pierde todo freno. Una conversación prolongada impacienta al enfermo, porque
el esfuerzo de pensar y concentrarse es demasiado grande para su cerebro
cansado; y, cuando el visitante se marcha, se ve acompañado hasta la puerta
con toda clase de reverencias e inclinaciones.
La lucha contra el demonio
Stefan Zweig