En
una de las que serían sus últimas noches de libertad, Frederich Nietzsche sale
de su alojamiento en el número 20 de la calle de Milano. Es Enero en Turín, y
hace frío. Aprieta el nudo de la bufanda en torno al cuello de su abrigo. Va a
cruzar la calle cuando, ante él, un caballo se desploma. El cochero,
impaciente, lacera a latigazos el lomo del animal, que no puede tirar de la
carga. El filósofo corre hacia él, se abraza a su cuello y, llorando, le pide
perdón en nombre de la humanidad.
La Historia
considera este episodio como uno de los síntomas de su locura.
Chantal Maillard. La herida en la lengua
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