La casa de la infancia,
enferma.
El veneno sin músculo del rencor ha oxidado la
llave
con la que abría todas sus puertas,
la llave con la que desnudaba la fidelidad
de todos sus rincones.
Dentro sólo crece ya el musgo del recuerdo
y en el interior sólo hay ya fantasmas ciegos
y ventanas herméticamente cerradas al aire
del crepúsculo.
La casa de mi infancia,
lejos,
más allá de mi deseo por oler el pasado,
cuando mis padres amaban mi risa,
cuando todo era presente
y la casa
trabajosamente levantada
era nuestro
refugio frente a la tristeza
de un mundo sin saliva.
La casa de tu infancia,
muerta…
La sabiduría de las uvas
Daniel Noya
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