OBRERO DEL VERBO
Trabajó durante toda su vida,
sin reposo, ardiente y exaltado, casi
seguro
de
la inmortalidad,
-la suya, por supuesto, en primer
término.
Hasta que una noche
el viento sopla de repente.
La puerta se cierra con estrépito.
Él ve las estatuas caer
y golpearse las narices contra el
suelo, y comprende.
Las palabras que él había escrito con
tanto celo por años
y
años,
se habían endurecido.
Las sentía bajo sus dedos
como la pelambre seca y neutra de una
bestia muerta. Sin
embargo, continuó su trabajo como de costumbre,
hasta confundir la muerte y la
inmortalidad,
la embriaguez y el olvido.
Pero llegó a poner en claro
lo que es exactamente el trabajo entre
la futilidad
y
el orgullo.
El sonoro vaivén del péndulo
tenía la resonancia de un tambor en la
noche,
como si ritmara una marcha de soldados
somnolientos
entre dos batallas.
La rueda dentada
Nicolás Guillén
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